lunes, 4 de abril de 2011

José y María

Y así fue como el más feo de los hombres mató a Dios, incluyendo a esa “D” mayúscula que se solía usar. Las palabras del expositor rayaban en lo absurdo, repetía con orgullo lo que aprendió de algún mediocre (ni Einstein podría estar más seguro de sí mismo), no me sorprendería saber que no entiende nada de lo explicó, sin embargo bien supo presumir sus mancuernillas; tan finas como una puta de la condesa, le vienen como el novel de la paz a un tal Maciel. Hace tiempo que esas conferencias carecen de peso alguno en la lista de mis méritos. Debió olvidar su pañuelo en el cubículo, pasó media hora refrescándose la garganta con su propia transpiración.

María, llena eres de gracia. Ni una palabra tendremos que pronunciar, hoy saldremos juntos y quizás, esta misma noche, después de un paseo por la ciudad del tiempo, fornicaremos en tu habitación, tu madre se acercará a la puerta y escuchará nuestros sollozos, sin embargo nunca tendrá el suficiente valor para tocar el tema. Me miraste tan fijamente que, tras el reflejo de la luz sobre tus ojos, me permitiste ceñir mis palmas sobre aquella desnuda cintura, escuchar el acelerado latido de un corazón, oler la esencia de ese perfume y saborear entre tus extremidades el... he sido lo suficientemente explícito.

Henchido de dadivosidad, mi padre siempre respeta mis decisiones y concede mis caprichos, confía que nunca podré atravesar el muro de mierda que construyó en mi cabeza, disciplina; reglas que ni siquiera distingo de mis propios pensamientos y que únicamente conseguirán fijar mi camino a la comodidad mediocre. Media hora de silencio; el cordero abrió el séptimo sello y el lobo se cogió a Caperucita. Un buen rango militar; volar a veinte veces la velocidad del sonido, quizás lo único que le admiro. Una llamada y Morelos se vuelve Habsburgo. Le pedí volar en uno de esos aviones; un año de entrenamiento como requisito.

Por formalidad presenté un examen de admisión. Dios, Krishna, Tláloc y Obama se disputan la lluvia de aquel día nublado y frío. Prueba número uno, aquella escalera llegaba al cielo, alterné; izquierda, derecha, izquierda, como aquella noche de festín con las parroquianas. No encontré la tumba del señor, en su lugar, un hombre; un metro de ancho por uno noventa de alto, con mirada fija en el vacío, su piel hacía juego con su atuendo luctuoso, San Pedro; el verdugo. Izquierda, derecha, izquierda, sobre esa superficie tambaleante. Al horizonte nadie me correspondía con la mirada. Cambié de opinión; media vuelta y ¡Oh, sorpresa! El muro de mierda es San Pedro después de una metamorfosis; ahora una sonrisa subrayaba su nariz y una de sus rodillas se había elevado hacia el cielo como en clara expresión de gloria. Un gemido involuntario acabó con las fuerzas restantes, hallé entre mis costillas una suela de textura antiderrapante, de fondo una triste canción con trompetas, al instante cien mil agujas gélidas penetraban por los poros de mi piel. Joyce y sus jesuitas precisaron bien el fuego que no alumbra. Clara es la diferencia entre volar y caer, y así como Scar mató a Mufasa, San Pedro fue mi redentor.

Como dice en aquel viejo tomo italiano “Jesucristo en realidad fue mujer y tenía unas tetas estupendas”, se jacta de saberlo sin tener mucho que comentar al respecto. Volvemos al principio: terminó la conferencia, purificada, fue el alma de Fermat, con esta infame expresión de su famoso teorema, ni Poe en su inédito cuento “El malvado Tales y su monopolio de aceitunas” podría expresar tanta maldad. De inmediato por café, camino hacia ti y te sujeto de la mano. Sin palabras damos a luz al nuevo Dios. En la ciudad del tiempo cayó el monumento a la idiosincrasia del pueblo. Todo cae, este es mi regalo. Pienso en ello mientras tensas los músculos después de un orgasmo. María, bendita eres entre todas las mujeres.

Muy tuyo, José.